El comedor de La Rosa Vieja: seis mujeres que alimentan la esperanza

Tres días a la semana preparan y sirven el almuerzo para 74 personas de su comunidad. Niños, adultos y personas con discapacidad reciben este beneficio que nació en medio de la pandemia y que se mantiene gracias al empeño y compromiso de seis mujeres. Ellas agradecen servir a los otros y lo catalogan como un privilegio y para quienes reciben el almuerzo este comedor es una bendición.

Texto: Sheyla Urdaneta

Fotografías: Betzabeth Bracho


Todos los domingos, martes y jueves en la noche se reúnen para acordar y programar el almuerzo del día siguiente. Revisan cuántos y cuáles víveres donaron para esta obra. También verifican si habrá proteína y si tendrán la posibilidad de comprar verduras. En esta reunión están siempre seis mujeres que son las que atienden el comedor Madre Teresa de Calcuta en Cabimas, municipio de la Costa Oriental del estado Zulia.

Las hermanas Ángela, Alexandra y Ayarí Nava, Lisbeth Villareal, Lila Ocando y Dulce Yépez conforman este equipo que se dedica a preparar, servir y ayudar a, al menos, 74 personas entre niños, ancianos y personas con discapacidad. Tres días a la semana: lunes, miércoles y viernes, están dedicadas a este trabajo que es más como un compromiso de vida. 

El comedor Madre Teresa de Calcuta es una iniciativa de la parroquia San Juan Bautista en el sector La Rosa Vieja de Cabimas, en la Costa Oriental del Lago. Esta surgió en febrero del año 2020 como una propuesta del sacerdote Heberto Ávila, quien llegó a la parroquia en diciembre de 2019 y ante la necesidad de su zona conversó con Ángela Nava para darle forma al comedor. A su vez, Ángela convocó a sus hermanas y a sus amigas y todas aceptaron el reto. El padre Ávila se empeñó en lograrlo y dice: “Yo les pedí apoyo y ellas han mantenido la obra”.

Este equipo está conformado por profesionales. Una es abogada, la otra contador público, otra administradora, dos son docentes, otra se dedica al comercio, y esos días hacen un alto en sus responsabilidades diarias y se dedican a preparar y servir el almuerzo a las personas que desde las 12:00 del mediodía de cada lunes, miércoles y viernes están en fila en la entrada de la iglesia. Para quienes asisten al comedor, estos alimentos son una bendición porque para la mayoría es la única comida del día.

Habitantes del sector Rosa Vieja, en Cabimas, acuden tres veces por semana al comedor Madre Teresa de Calcuta. Muchos no comen en el sitio. Van con sus envases vacíos y regresan a sus casas con el almuerzo para ellos y su familia.

Las preparaciones son posibles gracias a las donaciones en la parroquia los domingos o de algunos colaboradores anónimos. Pero no todas las semanas es así. Hay días en los que los ingredientes que se donan son los que tienen estas mujeres en sus casas para sus familias. 

El privilegio de poder ayudar

El comedor se mantiene por la caridad de las personas: en esto coinciden las seis mujeres que preparan y sirven los platos, y es una respuesta que tienen cada día cuando les toca organizar los alimentos. Este equipo no recibe ayuda ni de los gobiernos, ni de organizaciones nacionales e internacionales. 

Ya tienen algunos menús definidos. La proteína y los granos los preparan en casa de Lisbeth Villarreal porque en su casa tiene mejor gas para cocinar, gracias a una conexión que hicieron los vecinos a una estación donde hay un taladro de perforación petrolera. Saben que es riesgoso, pero en La Rosa Vieja si la gente no tiene para comer, menos tienen para recargar bombonas.

En la casa de Lisbeth Villarreal se cocinan los granos y proteínas que se reparten tres veces por semana en el comedor de La Rosa Vieja de Cabimas, pues es quien tiene mayor acceso al gas doméstico entre sus compañeras.  

El menú de cada lunes, miércoles y viernes no es el mismo porque no tienen un ingreso fijo ni una ayuda específica. Estas mujeres hacen magia con lo que les donan. A veces hacen granos con arroz, otras arroz con pollo, pasta, carne o sopas.

Si toca arroz lo preparan en casa de Ángela Nava y hasta allá van estas mujeres que se mueven en la cocina como en una coreografía. Sin pesar, con alegría, le ponen corazón a la sazón, y hasta comentan lo alegre que estarán los que van al comedor cuando prueben lo que prepararon.

Las proteínas las donan unas personas de las que no saben sus nombres, cuenta Lisbeth, y el resto de los ingredientes los llevan quienes van los domingos a la misa. También tienen las medidas de lo que necesitan.

“Por ejemplo, cinco kilos de arroz, dos pollos y una mortadela, más los vegetales dan para un almuerzo. Los vegetales siempre se compran un día antes o el mismo día, y se planifica así porque tenemos que esperar con lo que van a colaborar”. El encargado de comprar los vegetales o cualquier otra cosa que necesitan es Francisco González, un ingeniero que también es colaborador del comedor y de la parroquia.

Los elegidos

El comedor comenzó un mes antes de la pandemia y se ha mantenido. Las seis colaboradoras junto con el sacerdote Ávila hicieron una visita casa por casa de toda la parroquia y seleccionaron a 74 personas. Se tomó en cuenta, de acuerdo con lo que explicó Lisbeth, la falta de acceso a la alimentación y las condiciones de las viviendas.

Las seis mujeres ubicaron los datos de las familias que necesitaban una mano amiga, en medio de la difícil situación alimentaria que viven muchos hogares en la parroquia San Juan Bautista.

En este punto Lisbeth hace una pausa y destaca que de las historias que más le afectaron y le siguen afectando hasta las lágrimas son las condiciones de tres niños a los que se les murió su papá, y su mamá no puede trabajar porque no tiene con quién dejarlos. Lisbeth se refiere a Dulmary González, una mujer viuda de 35 años, y también a la situación de Ángela Gutiérrez, de 49 años, que está quedando ciega.

Justo porque el almuerzo del comedor es el único sustento de ese día para la mayoría de los que asisten, Lisbeth y Ángela Nava coinciden en que ayudar es para ellas una satisfacción grande. “Sentimos que hacemos algo por esas personas y eso es un privilegio”.

Lisbeth se emociona mientras cuenta lo importante que es poder ayudar a otros vecinos que se encuentran en una situación vulnerable para que, al menos tres días a la semana, puedan tener una comida segura en sus mesas.

Con poco y sin nada

Al comedor Madre Teresa de Calcuta asisten 23 niñas, 23 niños, 17 mujeres y 11 hombres. Tres de esos almuerzos van para la casa de Dulmary González y tres para la de Ángela Gutiérrez. Ellas llevan sus envases y los reparten a sus hijos en sus casas. Es la rutina de los tres días que entregan la comida.

Un día, como ese lunes, ambas mujeres llegaron al mediodía a buscar las ollas desde las que reparten el menú del día en el estacionamiento de la Iglesia. Hay una mesa con una olla grande encima. Alrededor están las seis mujeres que son el rostro de la esperanza para esas familias que pueden comer algo ese día.

Al mediodía, los lunes, miércoles y viernes, se reconoce el movimiento en el sector La Rosa Vieja. Voluntarios ayudan a trasladar las ollas hasta el patio de la iglesia. Se sirven más de 74 platos calientes. Niños, niñas y adolescentes acuden al comedor junto con salir de clases.

Ese día hubo granos y Dulmary pasó por el templo después de buscar a sus hijos en la escuela. Jesús Daniel, de nueve años de edad, va al cuarto grado, José Ángel, de siete, a segundo grado, y el más pequeño, Abraham Josué, de cuatro años, asiste al segundo nivel de educación inicial.

Ya en su casa, los tres rodean a su mamá que está sentada en la entrada. Todos parecen menores porque el peso y la talla no coinciden con los que deberían medir y pesar los niños de sus edades.

Dulmary es una madre joven y viuda. El amor por sus hijos y el recuerdo de su esposo le dan las fuerzas necesarias para continuar luchando por sus pequeños de 9, 7 y 4 años de edad.

La mamá cuenta que el más pequeño tiene episodios de hipoglucemia. Ella repite lo que alguna vez una médica le dijo. “Él tiene un problema con el azúcar y por eso él se desmaya”. Abraham Josué está muy delgado y pálido, su mamá dice que “cuando le da ´eso´, en la escuela le dan un caramelo”. A Dulmary no le explicaron que su hijo necesita medicamentos específicos y un seguimiento con un especialista.

El esposo de Dulmary tampoco tomaba el medicamento que le recetaron cuando le diagnosticaron la afección que tenía en el corazón. “No tenía cómo comprarlo y no tenía trabajo estable. Era complicado”. El día que le dio el infarto estuvo en una camilla sin atención médica, solo se acercaron los médicos cuando su hermano llegó al hospital. Ya era tarde, se había orinado encima y también había defecado. Después murió.

Dice que para sus hijos pide salud y que puedan tener un techo donde resguardarse. Ese día no habían comido en su casa, pero le preguntó a su hijo mayor si comió en la escuela, el niño le dijo que sí, que les dieron arepa con mantequilla y queso. Le mintió a su mamá, quizá para no preocuparla, porque ese día el encargado de mantenimiento de la escuela donde estudia dijo que no habían llevado desayuno.

En casa de Ángela Gutiérrez la situación es similar. Ella camina hasta el comedor tres veces a la semana. Hace mantenimiento en una escuela, en ocasiones limpia las casas de sus amigas y la ayudan, pero eso no exime que haya días en los que no tengan nada que comer.

Jesús Daniel, José Ángel y Abraham Josué no se separan de su madre. Viven en una casa bastante modesta, con lo esencial para preparar alimentos y descansar. Les encanta ir a la escuela y jugar con sus amigos.

La casa de Ángela Gutiérrez está repleta de carencias. En este espacio se multiplican las necesidades y abunda el hambre. La mujer alta y delgada de 49 años vive con sus dos hijos menores de 13 y 12 años, y su esposo que tiene discapacidad visual. Ella acaba de perder la visión de su ojo derecho por una catarata, la misma que, como ella misma cuenta, le está borrando la visión del ojo izquierdo.

En casa de Ángela no comen todos los días. Cuando habla de esto se lamenta y lanza un “Ay, Dios mío”. Se le quiebra la voz, llora, hace silencio, después susurra: “Sí, a veces no comemos y nos hemos acostado sin comer”.

Ángela, de 49 años, camina desde su casa hasta el comedor Madre Teresa de Calcuta para recibir las raciones del día para ella, su esposo y sus dos hijos. De esta manera es que pueden contar con un almuerzo fijo los días lunes, miércoles y viernes.

Clama por atención y una operación para su vista. Dice que se ha censado en cinco programas para tener una oportunidad. Llora, se desespera, agradece que en el comedor la ayudan, y suelta como un lamento y hasta una súplica: “Necesito ayuda, yo no quiero quedar ciega”.

Y todo esto sucede en un municipio que era potencia petrolera y pesquera, y hoy no es más que un lugar desolado, despintado y triste.

Pero, en medio todo esto, están las seis mujeres que no se rinden, que dejan de lado sus responsabilidades particulares para ayudar, servir, compartir y hacer posible un oasis en medio de las dificultades. 

Ángela y su hija se fortalecen en la esperanza de un futuro mejor para su familia. La niña de 13 años espera seguir estudiando para ayudar, cuando sea grande, a su papá y mamá.

Este es el segundo reportaje que comprende Rostros de la Esperanza, un seriado de crónicas, promovido por Codhez y presentado en alianza con El Pitazo, para visibilizar historias que merecen ser contadas en el contexto de la emergencia humanitaria compleja en Venezuela.

El comedor de La Rosa Vieja: seis mujeres que alimentan la esperanza

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