El viacrucis por una gota

“Carlitos”, María José, Pedro y “Ninita” se protegen del sol bajo las ramas frondosas de un árbol de níspero ubicado en una barriada del municipio San Francisco. El mayor tiene 15 años, la menor tiene 7; Sus mejillas están rojizas, sus pies descalzos, su barriga vacía y la piel que cubre sus escuálidas humanidades curtida.

A su lado permanecen una carretilla cargada con dos botellones con capacidad de almacenamiento para veinte litros, tres pimpinas de cinco litros cada una, cinco botellas de refresco de dos litros, y un “carrito arremendado” con una cesta, repleta con una cantidad de envases similar, pero menor. “Apenas” caminaron 850 metros, que representan la mitad del camino que los separa de su casa a un pozo de agua artesanal, donde les regalan el vital líquido a los pequeños, pero la deben cargar “en peso” hasta sus viviendas, que está ubicada a 1.700 metros de distancia. Son más de 90 kilos “sobre sus hombros”, en un trayecto donde experimentan dolores físicos, sentimientos y emociones que no son comunes en otras realidades, y “desesperación” por llevarse un bocado de comida a la boca luego de pasar 17 horas “con las tripas sonando”.

La escena, de acuerdo a los pequeños, se repite todos los días y es una de las postales que pueden observarse y “sufrirse” en medio de la crisis hídrica en el Zulia: Es el viacrucis por una gota, con diversos matices en las municipalidades de la región. Los cortes eléctricos y racionamientos –que se acentuaron hace tres meses y varían entre las 5 y 18 horas, realizados por la empresa eléctrica nacional sin mayores explicaciones, o causados por “sabotaje” en las instalaciones según el ejecutivo- desencadenaron un sinfín de problemas a los que son más vulnerables los niños, mujeres, personas con diversidad funcional y adultos mayores, pero “nadie se salva”.

El lado oculto de la vejez

Pese a que Roberto Becerra tiene hijos, todos trabajan y sobre él recaen las responsabilidades del hogar, entre ellas buscar agua y cargarla. Tiene 63 años, sufre artritis reumatoide crónica y una vez a la semana hace cinco viajes a una vivienda cercana a su residencia para llenar un balde que pesa 30 kilogramos. “Me duele todo el cuerpo, principalmente los músculos. Me da pena molestar y pedir, pero es la única opción que tengo. Antes nos bañábamos tres veces al día y ahora solo una vez para rendirla”.

La crisis hídrica obligó a las familias zulianas a limitar todas las actividades relacionadas con el agua, incluso, optar por bañar día por medio o cada dos días a las personas de la tercera edad que no pueden hacerlo por sí mismas y que con frecuencia, al no poder controlar las ganas de hacer sus necesidades fisiológicas, conviven con orines y heces sobre su humanidad.

Luis Francisco Cabezas, director de la Asociación Civil Convite, explica que los adultos mayores y los niños son las poblaciones más vulnerables de la emergencia humanitaria compleja en Venezuela y –en este caso–, cargar con el peso del agua les ocasiona a los abuelos dolores lumbares y posibles contracturas musculares.

“Muchos sufren de osteoporosis, por tanto, es mucho más difícil. Algunos de sus vecinos se solidarizan y los apoyan, sin embargo, se les hace prácticamente imposible comprar un botellón de agua para tomar por sus altos costos y eso los deja a merced de cualquier tipo de agua. Están consumiendo líquidos de muy mala calidad, que tienen un impacto directo sobre su calidad de vida y los hace blanco fácil de amibiasis, diarreas y cualquier otro tipo de padecimientos ligados a temas estomacales”.

Adicionalmente a esos factores, añade Cabezas, existe el flagelo de la inseguridad, debido a que muchos adultos mayores al no poder cargar con el agua, piden el favor a cualquiera para que la lleve hasta su casa, los hacen pasar y se generan riesgos. “Muchos de las muertes de personas mayores que registramos ocurrieron dentro de sus propios hogares por victimarios que en muchos casos son personas oportunistas”.

Un calvario sobre la tierra

En el trajín diario por “una gota”, las personas recurren a llenar pipas, baldes, tanques, botellones y botellas de refresco que trasladan caminando, en motos, carros, bicicletas, camionetas, camiones y coches, pero con consecuencias físicas que varían entre los dolores de hombros, de espalda, de cabeza, brazos y de piernas, hasta hernias, como es el caso de Miguel Urdaneta, quien vive junto a su familia en Plaza del Sol y a raíz de “carretear” agua sufrió dos hernias, que por la falta de dinero no se ha podido tratar. “No puedo colocarme el bóxer, me duele mucho y me molesta”.

Las necesidades sacan a relucir la creatividad de las personas, quienes utilizan bombas y mangueras que instalan en la calle y conectan a tanques o pipas para “jalar” el agua hasta sus hogares y suben baldes o envases a los apartamentos a través de poleas que cuelgan en sus ventanas.

«Cuando encontramos agua tenemos que subir los baldes o envases por las escaleras hasta el séptimo piso, porque el ascensor está dañado. En un día pueden ser más de 15 viajes”.

Las “calamidades” son tales, que las personas dejan de lavarse el pelo y bañarse, acumulan los “corotos” sucios y la ropa “hasta no tener nada limpio que usar”, utilizan el agua que cae del aire acondicionado para lavar los utensilios de la cocina y esa misma la reutilizan para volverlos a lavar. Con la que se bañan la destinan para el inodoro, orinan sobre otros fluidos que permanecen acumulados en el retrete, beben poca agua, evitan preparar comidas que requieran mucha agua, como caraotas o sopas y llenan «lo que sea» cuando llueve.

«Tenemos que aguantar las ganas de orinar y defecar porque no tenemos agua. Cuando no lo soportamos más vamos a casa de algún amigo o familiar, o hacemos nuestras necesidades en medio de la maleza”.

 

“Lo que es igual para el pavo, no es igual para la pava”

 

En medio de ese panorama, están inmersas las mujeres, quienes sufren de manera sensible y particular los embates de la hecatombe. Estefanía Mendoza, coordinadora de planificación de la ONG Mulier, señala que darle agua a sus vecinos o caminar para encontrarla y luego llevarla a su vivienda, las impacta en la gestión y disposición del tiempo en general, afectando toda la cotidianidad, desde estar pendiente en la madrugada de encender la bomba cuando llega el agua, llenar los recipientes para almacenarla, preparar alimentos y mantener la limpieza del hogar, hasta hervir el agua para el consumo de la familia o la necesaria para bañar a los niños.

“Todas estas actividades se suman a las que normalmente realizan, eso sin incluir las comunitarias, que pueden ser el estar pendiente de los tanques comunes en los edificios, el horario en el que llega el agua y hasta la recolección de dinero para comprar tanques cisternas en momentos de escasez. Todo ese tiempo se les resta a sus actividades de trabajo, estudio y descanso, por lo que el impacto es diferenciado en las mujeres porque los estereotipos de género les atribuyen el trabajo del hogar”.

Las mujeres son fundamentales en la vida comunitaria, comenta Mendoza, y el tejido de redes de apoyo en momentos de dificultades tiene “mucha” presencia femenina, porque son solidarias con las necesidades de sus vecinos, pero mientras las tareas del mantenimiento del hogar “se entiendan como tareas de mujeres, contaremos con menos tiempo para perseguir otros objetivos personales y la deficiencia de los servicios públicos reducen las posibilidades de gestionar el tiempo con mayor libertad”.

La higiene durante la menstruación y las condiciones sanitarias en los baños de las casas o públicos que utilizan las mujeres, son otros de los puntos álgidos de la problemática que imposibilita garantizar su aseo personal y las expone a enfermedades ginecológicas por la ausencia del preciado líquido. A diferencia de otros miembros de la comunidad, ellas pueden enfrentar dificultades distintas ante la falta de agua, como ausentismo escolar y laboral, e incluso pueden verse expuestas a violencia física o sexual si la recolección del agua se realiza en espacios lejanos de la vivienda o solitarios, “como sucede con las niñas, adolescentes y mujeres adultas en La Guajira”.

Se calienta la calle

Pese a que algunas personas dejan de lado las diferencias políticas con sus vecinos y actúan apegados a los principios del respeto y la solidaridad, otras “sacan a relucir lo peor de sí”, al momento en el que abastecen de agua o se reúnen para hacerlo. Antes, durante y después, las personas transitan una “montaña rusa” de sentimientos y emociones que alteran su percepción y modifican su manera de pensar, sentir y actuar.

Con regularidad se registran peleas e insultos entre conocidos, incluso entre familias y amigos. Las personas admiten que la crisis hídrica –con todo lo que implica– les hace sentir pena, rabia, tristeza, mal humor, decepción, cansancio, impotencia, estrés y angustia, sentimientos que trasmiten a los demás y cuyas actuaciones –que se alimentan de estos– ocasionan problemas con quienes los rodean.

«Buscamos agua en un pozo artesanal que está en la orilla del Lago de Maracaibo y como el agua es salada tengo comezón y salpullido. No lo aguanto más”.

Las tesis de las personas en la calle son corroboradas por la psicóloga Wilmari Chacín, quien argumenta que experimentan toda esta carga emocional, porque se ven obligadas a tener que buscar agua por sus propios medios o pagar por ello. “Obtener el recurso hídrico les genera ansiedad, porque lo desean y necesitan ya. Sienten incertidumbre y temor porque existe la duda de no saber si la conseguirán o no, y al ver que sus necesidades no pueden esperar, sienten un resentimiento localizado, responsabilizando a un grupo, alguien en particular o generalizando”.

Cuando logran obtener el agua los niveles de ansias disminuyen, pero no demasiado porque su psiquismo determina que es una respuesta temporal, es decir, obtienen cierta calma por pocos días, sin que disminuya el resentimiento y la molestia hacia los responsables. La situación puede hacerlos sentir débiles y vulnerables -generalmente evitan y huyen de estos escenarios, sin embargo, aquí no tienen opción-, mientras que otros tienen un mayor manejo y contención de la emocionalidad, aunque no los hace inmunes.

El poder de la mente

Las emociones negativas ocasionan un efecto e impacto en el cuerpo cuyos síntomas varían desde fatigas, dolores de cabeza y musculares, y presión en la espalda, hasta enfermedades crónicas como cáncer o tumoraciones que, según estudios, están asociados con la no exteriorización de la ira, detalla la especialista.

Los niños al ver a sus padres con la diversidad de emocionalidad y relacionarse inmersos en ella o no expresarla, además de vivenciar las preocupaciones, comienzan a experimentar ese “coctel explosivo” y asumen roles que delegan sus padres para huir de los sentimientos de vulnerabilidad y debilidad.

“Se ven obligados a hacer algo que no quieren ni les corresponde, situación que afecta aún más su proceso social y emocional que está en pleno desarrollo. Para paliar alguno de estos problemas es necesario buscar acuerdo entre los vecinos, hacer encuentros para escuchar las opiniones y generar alternativas para que las personas no estén en padecimientos continuos”, sentenció.

En su ínterin, la ciudadanía lucha por sobrevivir mientras pegan su boca a la manguera de las bombas para cebarlas, comparten el agua en sus comunidades, corren el riesgo de electrocutarse por colocar los cables sobre los charcos de agua, la buscan a distancias “criminales” y sus derechos humanos son vulnerados uno a uno por el estado venezolano.

 

Texto y Fotografías: Francisco Rincón

 

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