“El espacio del arte en Venezuela sigue siendo machista”

Malu Valerio narra historias haciendo uso de lo textil. Por su cercanía al cuerpo, este recurso representa una segunda piel para esta artista nacida en Cumaná, al oriente de Venezuela, quien desde su niñez estuvo vinculada a procesos manuales textiles de los que se nutría su relación madre-hija, como los bordados en richeliu, el punto de cruz o el crochet.

La vinculación de estos procesos como símbolo de lo femenino, le ha ayudado a Valerio, ganadora del premio Eugenio Mendoza 2019, a establecer relaciones con diversos referentes sociales –culturales, económicos, geográficos, climáticos y raciales–. Su investigación artística plantea una aproximación con perspectiva de género a factores sociales que afectan la existencia. Sus obras sensibilizan sobre temas como la violencia de género, los femicidios, la trata de mujeres y niñas, los procesos migratorios y desplazamientos, entre otros.

Valerio es licenciada en artes plásticas del Instituto Universitario de Estudios Superiores de Plásticas Armando Reverón, de Caracas, con un diplomado en arte contemporáneo de la Universidad Metropolitana, y es cursante de estudios de Equidad de Género y Derechos Humanos por la Universidad de Los Andes. Ha participado en más de 70 exposiciones a nivel nacional, e internacionalmente ha participado en proyectos en México, Colombia, Bolivia y Brasil.

Ha sido galardonada con el primer premio en la IV Edición de Libro de Artista, Centro de Bellas Artes Ateneo de Maracaibo, en 2016; el primer premio Bidimensional, Artucs, Universidad Corporativa Sigo, Porlamar, en 2014. También obtuvo mención de Honor Bidimensional. Salón Municipal “Juan Lovera”, en 2010. El Premio Dibujo “Jacobo Borges”, en 2006; y la Beca Convenio Conac, Caracas, en 2005.

Por su destacada trayectoria como activista y artivista de derechos humanos de las mujeres, y su trabajo con la organización Sobrepasadas y el colectivo Mujeres contra las violencias, desde la Comisión para los Derechos Humanos del Estado Zulia (Codhez), le destacamos como defensora del mes.

 

¿Cómo fueron tus inicios como artista? ¿Hubo alguna influencia o experiencia que haya abierto el camino?

“Nací en Cumaná y crecí entre Margarita, La Gran Sabana y Mérida; estudié teclado, cuatro y asistí a una coral infantil en la Cumaná de mi primera infancia; en El Paují me gradué de sexto grado viendo Tai Chi como deporte y apicultura como educación para el trabajo, viví de cerca la minería artesanal que socavaba el río detrás de casa, buscando los diamantes que los israelitas compraban a los mineros en Santa Elena y sacaban del país.

Estudié danza contemporánea en la Mérida de mi adolescencia con el grupo Axis que dirigía Abelardo Gameche, pero las artes plásticas fueron la presencia constante. Mi mamá estaba atenta a cualquier taller y cuando nos instalamos en Margarita. Ya con 15 años, mis padres buscaron un tutor que me guiara en el oficio de pintar, que venía explorando hacía un año a raíz de un viaje familiar al sur, que me hizo explorar, en principio, la pintura, luego estudié dibujo y escultura, en los talleres libres de la Galería Popular Neoespartana Galpón de Porlamar, que dirigía Fabrizia Mariani.

La isla tenía una vida cultural radiante, entre casas de cultura, centros culturales, la Escuela de Arte Pedro Ángel González, el Museo Narváez, los teatros de Los Robles, La Asunción y Juan Griego, Fondene y la Galería Galpón. A los 16 años, participé en un salón en Margarita y a los 17 años gané mi primer premio regional en un salón de jóvenes artistas en Anzoátegui.

En eso supe que existía la Reverón y deseé estudiar allí. Entré y me gradué a los cinco años. Fue la última promoción del Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón Iuesapar, 2007”.

 

En tus expresiones artísticas reconocemos una marcada perspectiva de género y el abordaje de temas como la violencia de género, los femicidios, la trata de mujeres y niñas, procesos migratorios y desplazamientos…

“Cuando salí de la Reverón, mi primer empleo fue coordinar una sede que la universidad estaba abriendo en el estado Portuguesa, allí viví dos años y medio, con 25 años tenía a cargo personal obrero, vigilantes, profesores, administrativos y mis queridos estudiantes. Era la primera vez que habitaba el llano venezolano. Me vi en un estado central, conservador, donde era mal visto andar sola en la calle y tomar cervezas con amigas era un acto de transgresión.

Varias veces tuvimos que retirarnos de locales porque llegaban hombres en grupo, se sentaban en la mesa de al lado y empezaban a acosarnos, parecía que andaban de cacería y que, así como nos sentábamos en nuestra mesa, debíamos sentarnos en la suya o irnos por no pertenecer ahí. El único día que salí con una amiga por unas cervezas dos hombres nos enviaron una ronda. Mandaron al mesonero a invitarnos a su mesa. A lo que respondimos que no, uno de los tipos trajo otra ronda indignado porque no nos sentábamos con ellos. Después de intentar razonar, nos fuimos. Estaba claro que no nos dejarían tranquilas. Más nunca intenté salir con amigas.

Ocurrían cosas como que estando en la esquina del cajero automático, pasaba un hombre y lanzaba un piropo obsceno. Lo sentía como una violación y respondía molesta, a veces gritaba. El adiós mi amor me sacaba de quicio. Allí empecé a cuestionarme los patrones que reproducimos y normalizamos, a hacer consciente la necesidad del feminismo, sin saber bien qué era.

El machismo está tan naturalizado que mujeres y hombres lo cultivan casi sin notarlo, la violencia contra niñas y mujeres es cotidiana, de verbal y psicológica a física en diversas escalas, los actos más atroces que he conocido de cerca los vi en ese tiempo.

Ahora, cuando nos golpea la secuela de desapariciones y femicidios en Portuguesa, recordé ese tiempo y las veces que me sentí violentada, teníamos tres estudiantes de Turén, –donde vivían Eliannys Martínez y Eduarlis Falcón –, la primera sede de la universidad quedaba en Ospino –donde hallaron los restos de Maikeliz Morales después de cinco meses desaparecida–, y viví en Acarigua  –donde Carmine Sosa fue víctima de femicidio en manos de su expareja–, no son conductas aisladas, es un problema estructural que el confinamiento ha agravado. Agradezco haber tenido a los amigos cerca, sin ellos habría sido más difícil resistir.

Estando allí, en 2009, elaboré una serie titulada “No soy tu amor” –que ahora es lema contra el acoso callejero–, una serie de siete objetos textiles con forma de cuerpos de mujeres con los extremos de las piernas unidas en una abertura. Después comprendí que fue un primer intento de elaborar la indignación”.

 

Tus obras se caracterizan por la utilización del recurso textil. ¿Cuál es el origen de esta constante en tus creaciones plásticas? ¿Por qué recurrir a lo textil?

“Desde niña estuve vinculada a procesos manuales, especialmente textiles, mi mamá hacía talleres y a veces la acompañaba –bordado en richeliu, punto de cruz, macramé, crochet–. Me daba un trocito de tela y yo, con seis o siete años de edad, intentaba hacer algo.

Ya más grande, en un viaje familiar al sur, conocí los textiles andinos, en Ecuador, Perú y Bolivia, recorrer esos países significó una fuerte influencia, primero simbólica y luego formal. Años después, estudiando en la Reverón, retomé estos procesos, como una memoria corporal que se fue haciendo conciencia presente, comprendí que estaba en mí, que debía reconocerlo y que volver allí era estar en casa.

Después asistí a una especie de residencia artística en San Rafael de Mucuchíes que organizó la profesora Silvia Fuentes, me invitó como egresada por trabajar con textiles. Allí conocí el teñido con tintes vegetales con las maestras Dora Sánchez, Margarita Mora y Chepita, fuimos al páramo a seleccionar plantas para teñir en el fogón de Dora, experimentamos cómo procesar la lana con la maestra Berónica Zerpa, y fui incorporando parte de estas técnicas.

Sabemos que texto y tejido provienen de la misma raíz latina: texere, que significa entrelazar, trenzar; un texto es un tejido de palabras. Antes me problematizaba ser tan narrativa, ya asimilé que me gusta contar historias, narrar a través del textil permite hilar el tiempo para encarnar, que el relato sea cuerpo en ese objeto, ha sido revelador.

Al trabajar en base a hechos cotidianos, con experiencias reales o actuales, se corre el riesgo de banalizar, como pasa con la migración venezolana que está sobreexpuesta e hipermediatizada, esto obliga a la pregunta permanente de cómo hablar desde los bordes, evitando lugares comunes, o cómo no revictimizar a los migrantes que huyen del abuso, del hambre y la pobreza.

Hacerlo desde el textil obliga a tomar la pausa que urge eliminar lo superfluo y abordarlo desde la esencia. El textil exige una lentitud que se distancia de la obligación de ser súper productiva, obliga a escoger a qué dedicas la energía y te acerca a cierta esencialidad. Al integrar otros medios más inmediatos, de alguna manera los mecanismos del trabajo textil se hacen presentes”.

 

¿Qué significa para ti poder visibilizar y reivindicar las luchas por los derechos de las mujeres a través del arte?

“Mientras estudiaba arte, me creaban conflicto los “juegos de seducción” que representan artistas, curadores, galeristas, promotores, gestores, profesores, etc., cada personaje ostenta su poder; siendo mujer entre una mayoría de hombres, hay una carga con que lidiar, que en algún punto pasa por tu cuerpo y/o tu sexualidad.

El espacio del arte en Venezuela sigue siendo machista. Basta con ver el porcentaje de hombres y mujeres artistas que integran las exposiciones; estamos algunas artistas, pero seguimos siendo menos en número, y con la casi inexistencia de labor museística nacional la brecha se profundiza. Esta es una discusión que tiene rato llevándose en Latinoamérica y más allá de nuestra región, pero aquí no se plantea, la paridad en Venezuela no se piensa todavía.

Algunas galerías asumen labores de investigación que corresponden a museos e instituciones, esta economía enferma demanda vender para subsistir y esto no ayuda a sacudir la idea obcecada de que el trabajo de las mujeres es demasiado sensible-político-poético-problematizador-conflictivo, lo que sostiene la creencia arcaica de que vende menos.

No creo que ser mujer artista obligue a plantarse desde este lugar, pero en mi caso –como el de otras– ha empezado por allí, darnos cuenta de cómo naturalizamos prácticas y comportamientos causantes de nuestros malestares ha motivado plantear estas discusiones sobre lo femenino, que para mí empezaron siendo preguntas sobre qué es ser artista mujer, para pasar a los procesos formales que ejecuto, de dónde vienen y cómo llegué a ellos, cuestionarme por qué hablo de lo que hablo, qué importancia tiene para mí y para otras.

Después de hacer obras/ritos/símbolos propios, que me mostraron mis heridas personales y me ayudaron a empezar a despojarme de lo que me limita  –que toma forma de patrón familiar, relación de pareja, lenguaje, entorno–, para entender que normalizamos lo que nos asfixia porque siempre ha estado allí, hasta que advertimos que podemos removerlo, o movernos, y seguir.

Y esto no es distinto a lo que viven otras mujeres, la violencia y la opresión toman incontables formas, están allí porque su presencia es estructural, los feminismos le llaman patriarcado, y procuramos develarlo, nos comprometemos a descubrirlo dentro nuestro, le damos nombre y forma física, para que otras lo descubran dentro suyo también, y empecemos a desoír el mandato, cada quien se compromete a reconstruir su cimiento, sea la casa, la obra, el espacio de trabajo, creo que se trata de despertar un poquito cada día y si es juntas, mejor”.

 

Durante tu formación artística aprendiste de mujeres zulianas como la artista textil Leixy Uriana, por ejemplo. ¿Cómo fue esta experiencia?

“Conocí a Leixy en Caracas, cuando venía a eventos, y con ella conocí a otras artesanas y artistas zulianas. Mi primer acercamiento al Zulia no fue por el arte, sino por la artesanía, el tejido de hamacas, tapices, susús, alpargatas, estudiar el tejido Wayuú y el sentido de sus diseños vino de la mano de estas mujeres, conocer cómo viven, su estructura familiar compuesta por castas, donde cada integrante ejerce un rol y las funciones están demarcadas, el textil Wayuú se entreteje con su historia, hila los relatos de las familias y de los pueblos.

Leixy Uriana es una joven maestra del textil, su familia es tejedora y su hermana morocha, Leiqui es la primera mujer cineasta Wayuú; aunque casi toda la familia se ha ido del país, permanecen cerca de la frontera colombo-venezolana, porque preservan su tradición familiar.

En paralelo que conocí a Leixy, a su hermana Anacilda, y otras artesanas Wayuú, Yanna y Gisela Ipuana; artesanas Warao, Yekuana, y de comunidades campesinas artesanas del país, de alguna manera esa cercanía fue permeando en mi trabajo, desde la experiencia en Los Andes con la lana, los tintes vegetales, los telares de Carmelo Alizo, Taller Morera, Taller Hilanas, en Mérida, la ruta de la alfarería y de los textiles larenses con la familia Sarmiento, las Torrealba, la curagua de Monagas, el moriche, el algodón, todo junto, la tierra, la luz, el calor, los rincones de este territorio y su diversidad, eso que hemos sido y vivido, la gente que hemos conocido en los lugares donde hemos estado, va decantando y se manifiesta.

El país se nos ha hecho pequeño, pero es una ilusión que nos quieren hacer creer, nos quieren limitadas, separadas, encerradas en la burbuja personal, pero tenemos que recordar que todo eso está ahí, las comunidades artesanas siguen resistiendo.

La labor artesanal de pueblos indígenas y campesinos está en resistencia, han reducido su producción por falta de materia prima y mercado, pero, aunque no tenga el desarrollo de años atrás, se mantiene a menor escala”.

 

¿Qué proyectos tienes planteados para este año?

“Este año planeo retomar experiencias didácticas que había puesto en pausa, además tenemos un evento especial que se llama El Siglo de las Mujeres, organizado por el Goethe Institut de Bolivia, al que he sido invitada por el Goethe Venezuela, que se ha pospuesto desde el año pasado y apenas este mes tuvimos lo que llamaron el arranque digital, para en uno meses hacer el evento presencial, esperemos que sea posible llevar a cabo esos planes.

Hay tres exposiciones en curso en las galerías GBG Arts, Cerquone y en la Sala Mendoza, donde estoy participando con proyectos sobre la migración y los tráficos en el teatro de operaciones que es el Mar Caribe.

También está el proyecto Maritorio, que empezó este febrero como una acción/mural conjunta entre artistas, activistas, entusiastas del arte y organizaciones de derechos humanos aliadas, para manifestarnos sobre la migración a Trinidad y Tobago, queremos seguir trabajando colectivamente, pensando cómo construir otros modos de protesta y artivismos, y cómo hacer memoria de este tiempo que nos ha correspondido vivir.

Con el Colectivo Mujeres contra las Violencias, donde participo como artivista desde el experimento que llamamos Sobrepasadas, procuramos habitar la calle, manifestarnos a pesar de las limitaciones de movilidad y la represión incesante, para conformar un movimiento que invite a otras mujeres a sumarse y dar las discusiones que nos competen -aunque persista esa mezcla de apatía y miedo tras años de luchas políticas infructuosas-, nosotras no estamos discutiendo quien se baja o se sube en la silla de Miraflores, estamos hablando de derechos humanos, de los derechos de las mujeres, que deben discutirse y exigirse al Estado, a quien sea que lo represente.

La despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo es una urgencia en Venezuela, el tercer país latinoamericano con la tasa más alta de embarazo adolescente, donde hay un aborto por cada cuatro partos, y donde el 21% de las embarazadas sufre desnutrición aguda, según cifras de Cáritas de Venezuela y el informe Mujeres al Límite, estas discusiones son urgentes y el poder, en su estancamiento, quiere impedirnos dar”.

 

Fotografía: Manuel Eduardo González

“El espacio del arte en Venezuela sigue siendo machista”

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