Isla de Toas, un territorio olvidado que lucha por sobrevivir

Los habitantes de Isla de Toas luchan diariamente por su sobrevivencia. Estos ven desvanecer su día a día resolviendo situaciones como acceder a los alimentos, buscar agua potable y soportar las largas tandas sin electricidad, que pueden extenderse por días. A esto se suman las limitadas condiciones para acceder a la salud y a la educación, así como escasos comercios para comprar alimentos y medicinas. La isla, en otrora fuente de progreso para el Zulia, hoy vive las consecuencias de un profundo olvido gubernamental.

Texto: Adriana González
Fotografías: María Alejandra Sánchez

En el extremo más norte del Lago de Maracaibo, Isla de Toas, uno de los poblados insulares que comprende el municipio Almirante Padilla, al occidente de Venezuela, recibe a sus visitantes con una agradable brisa lacustre y un cálido sol que dora la piel del pueblo toense. Esta isla, ubicada a unos 51 kilómetros de Maracaibo, la capital del estado Zulia, tiene una extensión de 3 kilómetros cuadrados, en la que destacan cerros degradados por la explotación de la piedra caliza, uno de los primeros minerales cuya abundancia fue aprovechada como actividad económica en la región zuliana.  

A los primeros rayos del sol, modestas lanchas recorren las aguas del lago, rompiendo el silencio de la mañana con el rugir de sus motores. En ellas, hombres y adolescentes parten a echar sus redes para asegurar a sus familias el sustento del día.

Pescadores de la isla  preparan sus lanchas para la faena del día.

En tierra firme, las bondades geográficas que dan un potencial turístico a esta isla son apenas consuelo para el día a día, en el que prima la lucha por sobrevivir a las constantes fallas de los servicios públicos, las limitadas condiciones para la educación, un precario acceso a servicios de salud y al combustible, así como escasas opciones de comercios para la compra de alimentos y medicinas. Sin embargo, en medio de este desolador panorama, lo único que parece mantenerse intacto, casi como un rasgo inherente al gentilicio, es la calidez de los pobladores y su arraigo a la isla que les vio nacer. 

En el sector Las Cabeceras, un empinado tramo conduce a la casa de la familia Espina. Su fachada de color amarillo claro, tiene cuatro huecos cuadrados que funcionan como ventanas, por donde la brisa entra con fuerza y alivia el calor en medio de los apagones.

María Gabriela Espina, de 50 años de edad, es una de los hijos de Betty de Espina. Esta mujer, de cabellos negros y mejillas rojizas por el frecuente contacto con el sol, cuenta que en la isla el servicio eléctrico es prácticamente inexistente. “La semana pasada estuvimos cuatro días sin luz, venía dos horas como máximo y se volvía a ir”, explica, y agrega que el cable sublacustre que energiza la isla ya no responde a la demanda de los hogares.

Cuando falla este servicio básico, las telecomunicaciones también se ven afectadas. Así, resulta cuesta arriba comunicarse con familiares fuera de la isla, informarse sobre los acontecimientos en el país o acceder a servicios de internet. 

El conteo de las horas sin electricidad se hace agotador. Saben cuándo se va el servicio, pero resulta difícil promediar su regreso. A pesar de ello, las familias deben continuar con sus labores en el día. Cada minuto cuenta en Isla de Toas. Alimentarse es cuestión de esfuerzo diario, al igual que tener agua potable.

Pese a que María Gabriela, madre de ocho hijos, habla por su familia cuando dice que les ha tocado acostumbrarse a sortear los sostenidos apagones, esta situación les aleja de la posibilidad de tener una vida digna. Su madre Betty, quien le acompaña sentada en el porche de la casa, coincide con María Gabriela. “Todos los días se va la luz, anoche se fue como tres veces la corriente”.

Al lamento de Betty, se suma el testimonio de su hermano Ramón, un docente jubilado que da cuenta de un ejercicio de reconocimiento de la crisis eléctrica que viven a diario. “Por curiosidad, cuando empezó enero, me puse a estar pendiente de cuántas veces se iba la luz en el mes. A 20 días de enero, la electricidad se había ido 21 veces”, explicó.

Los hermanos Betty y Ramón Espina comentan, desde su casa en el sector Las Cabeceras,  las deficiencias en los servicios básicos que padecen al igual que los demás pobladores de la isla.

Aun así, para los primeros meses de 2019, el exgobernador Omar Prieto, informó sobre  una inversión de 30 millones de euros destinada a la sustitución de 15 kilómetros del cable sublacustre del cual se surte de energía Isla de Toas. 

Un año antes, en 2018, el entonces ministro de Energía Eléctrica, Luis Motta Domínguez denunció, en reiteradas oportunidades, supuestos actos de sabotaje con fines políticos, cometidos para desestabilizar la prestación del servicio eléctrico en la región. Un discurso mantenido en el tiempo por sus sucesores en el cargo.

En octubre de 2021, el vicepresidente sectorial de Obras Públicas y Servicios, G/J Néstor Reverol, informó sobre el avance de nuevos trabajos de reparación del cable sublacustre, tras alegar que había sido vandalizado por “manos inescrupulosas”.

 

Dejar de comer para buscar agua potable

El servicio de agua potable es otro motivo de intranquilidad para la familia Espina, quienes deben buscar agua diariamente para asegurar acciones cotidianas como asearse o preparar alimentos. 

“A veces tenemos que dejar de hacer el almuerzo para comprar agua”, lamenta Betty. Con esta confesión, la mujer de cabellos blancos pone en evidencia los sacrificios que ha debido asumir en los últimos años cuando, a su juicio, la situación de los servicios públicos empeoró.

“Compramos el agua a unos señores que montan unos tanques arriba de unos camiones y venden el agua por tobos. Así llegamos a tener agua cuando podemos comprarla”, continúa Betty, y explica que comprar 20 litros de agua puede costar un bolívar, mientras que un tonel completo, equivalente a 200 litros, ronda los 8 bolívares. Esto se traduce en poco más de un dólar y medio, una cifra que supera al sueldo mínimo en Venezuela.

De acuerdo con lo que relata la familia Espina, el bombeo de agua en Isla de Toas proviene de una tubería sublacustre, surtida desde El Moján, en el vecino municipio Mara. Sin embargo, la red de suministro solo cubre la mitad de la isla, a unos 3 kilómetros de la casa de la familia Espina. 

Una casa en lo alto del sector Las Cabeceras, en Isla de Toas. El surtido de agua se hace insuficiente para cubrir las necesidades de todos los sectores de la isla, por lo que las familias deben procurar diariamente agua potable para asearse o preparar alimentos.

Para paliar esta situación, encima de un cerro que llaman “El Calvario” se construyó un tanque de un millón de litros para surtir a la mitad de la isla desprovista. Este mecanismo funcionó apenas por un par de años. Desde entonces, el agua es distribuida por un único camión cisterna que, según afirman, solo surte a determinados hogares. Al resto, le toca abastecerse de agua por medios propios.

 

Carbón para poder cocinar

Betty Espina es repostera. Con sus tortas y dulces típicos de la gastronomía venezolana ha llevado el sustento a su hogar por más de 60 años. Pero, para lograr sus preparaciones, ahora debe cocinar con carbón.

“He tenido que asar las tortas con carbón. Le meto un platón a la cocina y pongo los carbones”, manifiesta, tras explicar que cocinar con leña ya no es una opción, porque estaba afectando su salud. Las gotas de sudor caen por la frente de Betty durante la jornada, pues el calor de los carbones ardiendo se suma a la falta de electricidad que le impide encender los ventiladores de su casa.

Cuando Betty no cocina con carbón, es porque puede costear el llenado de una bombona (cilindro) de gas en El Moján, a unos 5 kilómetros de distancia de Isla de Toas. 

La cocina en la que Betty Espina prepara los postres con los que sustenta a su familia desde hace 60 años.

El llenado de una bombona de 10 kilos cuesta 20 bolívares, unos cuatro dólares. Esto puede durar cerca de 20 días. La bombona de 18 kilos puede adquirirse en 28 bolívares, a través de jornadas que eventualmente hace la Alcaldía, pero cuando esto no ocurre, el presupuesto varía, e incluso la moneda de pago, lo que implica desembolsar unos 12 dólares.

La preparación y venta de comida como medio de subsistencia es común en la isla. María Gabriela, hija de Betty, hace a diario unos 100 tequeños. En la mañana se encarga de cocinar, y por la tarde debe caminar cargando con los tequeños para la venta unos dos kilómetros hasta El Toro, la capital del municipio Almirante Padilla. Allí, se sienta en una calle concurrida para asegurarse clientes.

“Si no vendo los tequeños, no comemos”, dice la mujer. Por lo general, hay días buenos, y con las ganancias puede asegurar la comida del día. Pero cuando no es así, María Gabriela regresa a casa y los tequeños se convierten en comida para su familia.

Su cuñada, Francia de Espina, también prepara dulces de coco, piña, plátano o guayaba. Su esposo le ayuda a venderlos. A diario, el hombre camina un par de kilómetros desde su casa, en Las Cabeceras, hasta el sector Campamento, para ofrecer a los vecinos el postre del día.

De otra manera no podrían subsistir. El ingreso mensual de Francia, docente en ejercicio, aunado a la pensión por jubilación que recibe su marido, suman unos 300 bolívares al mes, que deben administrar cuidadosamente para comprar agua potable, alimentos, gas doméstico e ingredientes para los dulces. “Tenemos que hacer magia con eso”, refiere la pareja.

 

Cada bolívar cuenta 

A pesar de calificarlos como insuficientes para cubrir sus necesidades, los Espina reciben con alivio los bonos otorgados por el gobierno nacional a través del Carnet de la Patria. Todo suma, afirman. A pesar de que no llegan con una frecuencia, los montos pueden oscilar entre 7,00 y 45,00 bolívares. 

Las bonificaciones más elevadas pueden rendir un par de días para aliviar los gastos del hogar, sobre todo para la compra de alimentos que deben hacer a diario.  En su mayoría consumen arroz, harina, granos y tubérculos. Para comer proteína de origen animal acuden a la pesca, debido a los altos costos de otras proteínas de origen animal, como la carne, el pollo o los huevos, que dificultan su acceso. 

Por lo general, comen dos veces al día, y en ocasiones solo una vez. Todo depende de los recursos económicos de los que disponga la familia. En este contexto, los escasos abastos en Isla de Toas cuentan con biopago, un sistema que facilita el canje de las ayudas del Estado por alimentos. 

Pero en estos contados establecimientos no logran adquirir todos los rubros que necesitan, y muchas veces sus precios son más elevados en comparación con los ofertados en Mara. De ahí que las familias recurren a viajar a este municipio, a unos 15 minutos de la isla, para acceder a los alimentos. 

En el Hospital de Isla de Toas, el personal carece de los insumos necesarios para atender a las personas que acuden a él.

Lo mismo sucede si de comprar medicinas se trata. Las personas que acuden al Hospital de Isla de Toas, el único en la isla, no encuentran ningún tipo de insumos ni medicamentos para tratar sus afecciones. El personal de salud, ante la carencia, solo puede limitarse a evaluar casos y emitir recetas médicas.

No  hay algodones, guantes ni inyectadoras. Por las fallas eléctricas, el Hospital pasa más tiempo sin luz que con servicio para poder funcionar. Similar situación se presenta en el  Centro de Diagnóstico Integral (CDI) de Isla de Toas, donde las personas deben llevar los insumos para poder ser atendidos. Ante la falta de acceso a servicios de salud de calidad, los pobladores advierten que si alguna persona debe ser atendida de emergencia lo más recomendable es viajar a otro municipio de la región, como Maracaibo, la capital del estado Zulia.

Para malestares menores, pueden adquirirse en algún abasto medicamentos como analgésicos, antipiréticos o antialérgicos, entre otros. Aun así, los costos de estos resultan muy elevados en relación con los que se pueden encontrar fuera de la isla. 

Y es que en Isla de Toas no hay ni una farmacia. Los dueños del último establecimiento de este tipo partieron del municipio hace unos 15 años, cuenta la familia Espina. Tampoco hay supermercados, ferreterías o centros comerciales. Lo que no se encuentre, debe ser comprado en otros municipios. Así, el comercio se convirtió en tan solo un recuerdo de mejores épocas en la isla.

 

Un día sin pescar es un día sin comer

Isla de Toas es un pueblo de pescadores. Estos encuentran en las aguas del lago de Maracaibo, el más grande de América Latina, una oportunidad de subsistencia. Mayormente pescan curvina, bagres y pescado blanco, siendo la primera especie la mejor remunerada en los mercados de Mara, donde comercian pescado tras jornadas diarias que no admiten una pausa. 

Deslin Almarza, un pescador que habita en el caserío Tara-Tara, habla sin temor. Tiene ojos verdes y su piel está curtida por el oficio que aprendió a los 13 años de edad. Ahora, a sus 50 años, dice que los tiempos han cambiado mucho. “No nos llega el combustible a la isla. Tenemos que ir hasta El Moján, pero nos atacan mucho”, refiere Deslin, en referencia a que encontrarse con funcionarios de la Fuerza Armada Nacional puede significar permanecer retenidos hasta ceder carburante o parte de la pesca del día, una situación que enfrentan semana a semana mientras procuran el pan para sus mesas.

La gasolina deben comprarla a precios del mercado negro, donde un litro puede costar un dólar y medio. Parten de la isla con una docena de garrafas vacías, en las que pueden almacenar de 65 a 70 litros. Esto puede rendir para dos o tres días de trabajo. Cuando no hay gasolina, deben pescar con anzuelo en las aguas más cercanas. Se trata de otro tipo de pesca, uno más lento y también menos efectivo, en el que se pone a prueba la paciencia, “a ver qué se consigue”.

Un grupo de pescadores de Isla de Toas antes de salir a buscar la pesca del día, que se negocia en los distintos mercados del municipio Mara.
Un pescador prepara las redes bajo la sombra. Gran parte de los pobladores de la isla dependen de la pesca para poder alimentar a sus familias.

“La gasolina nos da muy duro. Aquí es trabajar día a día. Si descansamos un día, nos morimos de hambre”, advierte el hombre. En buenas temporadas, como la que viven en los primeros meses del año, pueden volver a casa hasta con 200 kilos de pescado. Eso se traduce en poder hacer las tres comidas del día. En las malas, llegan a casa con apenas unos 20 kilos.

“Cuando hay escasez nos ponemos flacuchentos”, sentencia Deslin. En promedio, cada tres meses hay una baja en la pesca, y luego remonta. 

Un kilo de curvina, puede costar 10 dólares, en promedio. Es el que mejor se vende. Luego de una jornada, la esperanza está puesta en una exitosa venta, pues de ello depende no solo la alimentación de las familias, sino la compra de combustible para continuar la diaria labor de buscar el sustento.

 

Sin comida no hay educación

Un suelo arenoso recibe a los niños y niñas que estudian en el Centro de Educación Inicial Vecinal #8, en el que las carencias solo se equiparan al profundo compromiso del personal docente por mantener a la escuela a flote. En su fachada, cubierta por capas de pintura desgastada, resalta un identificador con el epónimo por el cual es más conocida la escuela: “Maestro Heberto Espina”. Esta institución, bajo la administración del gobierno regional, conforma la red de educación en Isla de Toas, junto con otro par de preescolares, tres escuelas básicas y dos liceos.

A pesar de tener inscritos unos 266 niños y niñas, 100 en educación inicial y otros 166 en educación básica, un 40% de la matrícula, en promedio, no asiste con regularidad a la escuela. Esto sucede con frecuencia, cuando los padres, en su mayoría pescadores, no pueden proveerles de alimentos a sus hijos. En ocasiones, algunos pequeños se incorporan con retraso a la jornada educativa, tan pronto como sus padres llegan de pescar y la primera comida del día se hace presente en sus mesas.

Mariluz Parra, directora del Centro de Educacion Inicial Maestro Heberto Espina, desde su oficina en la que no hay servicio eléctrico debido al reciente hurto del cableado que energizaba a la institución.
Niños y niñas se resguardan del sol en el patio de la escuela Maestro Heberto Espina.

Así lo cuenta Mariluz Parra, directora de este centro educativo ubicado en el sector Las Cabeceras. “Esta es una comunidad bastante vulnerable porque aquí todos los niños son hijos de pescadores y tienen bastantes necesidades. Cuando no hay buena pesca, no comen y no los envían a clase”, lamenta. A esta situación, que aleja a niños y niñas toenses de acceder a su derecho humano a la educación, también se suma la precaria prestación de servicios públicos, como el agua potable. Cuando no hay agua, no se pueden lavar uniformes escolares y los niños no pueden asearse.

El ausentismo en las aulas se agravó en los dos años que ha dejado de funcionar con regularidad el comedor escolar adscrito al Programa de Alimentación Escolar (PAE), sobre todo cuando el centro educativo pasó a estar bajo la administración del saliente gobierno regional. 

Mariluz suplica por la reactivación del PAE, mientras su voz se quiebra y unas lágrimas humedecen sus mejillas. Luego de una pausa, recobra fuerzas y continúa: “Es bastante lamentable y decadente la situación que estamos viviendo. Yo quisiera que el actual gobernador retomara la dotación de alimentos y así los niños puedan venir a clases todos los días”.

“Los niños no están adquiriendo las competencias requeridas. A mí me dan ganas de llorar porque yo tengo sentido de pertenencia”, señala la docente desde su modesto despacho, una oficina en la que no hay servicio eléctrico, debido al reciente hurto del cableado que energizaba a la institución.

Los estragos del hampa han deteriorado las ya precarias condiciones educativas. Pero Mariluz, al igual que las 14 educadoras que hacen vida en el CEI Maestro Heberto Espina, se esfuerza para impedir que sus estudiantes tengan más razones para no ir a clases.  Por ello dice que ha tenido que resguardar equipos, materiales e incluso parte del cableado eléctrico que los maleantes no pudieron llevarse luego de desvalijar por completo la cocina y llevarse todos los enseres, arrasar con material didáctico para las clases, robar las sillas de las salas de clase, y dejar sin puertas, sanitarios, e incluso sin losas, a los baños de la institución. Todo esto entre noviembre y diciembre del año 2021.

Un niño juega en el patio de la escuela Maestro Heberto Espina. El ausentismo en las aulas se agravó en los dos años que ha dejado de funcionar con regularidad el comedor escolar adscrito al Programa de Alimentación Escolar (PAE).
Repisas con el material didáctico resguardado del hampa reposan en la biblioteca de la escuela Maestro Heberto Espina. Esta institución, bajo la administración del gobierno regional, conforma la red de educación en Isla de Toas, junto con otro par de preescolares, tres escuelas básicas y dos liceos.

Si la parte superior de las aulas de clases está energizada, es porque con el apoyo de un electricista Mariluz resolvió reconectar un tramo de cableado. Así es como logran funcionar los ventiladores de las aulas. Sin embargo, la luz natural es la fuente de iluminación, ante la falta de bombillos.

Y así como faltan luminarias en los techos, no hay borradores para pizarra ni marcadores acrílicos, ni siquiera clavos para colgar nuevas pizarras. Algunas maestras anotan sus lecciones apoyando el pizarrón en su escritorio. “Yo quisiera poder resolver más situaciones, pero mi sueldo tampoco me lo permite”, explica Mariluz, refiriendo que su sueldo como directora es de 55 bolívares cada quincena, unos 11 dólares al mes, mientras que el resto de las maestras devenga un salario de Bs. 22 cada quince días, lo que equivale a unos 4 dólares y medio mensuales. 

Las adversas condiciones de vida y de trabajo en la isla han hecho que varias educadoras pidan traslado a otros municipios. “Yo he luchado para reemplazar a las maestras que se van a Maracaibo. Aunque me duela que dejen los puestos vacíos, tengo que darles la oportunidad. Sé que no es fácil aquí”, concluye la directora.

 

Salir de la isla buscando mejores condiciones de vida 

Las maestras no son las únicas que dejan Isla de Toas como un acto de sobrevivencia. De hecho, la isla luce desolada. Casas sin techo abundan. Las familias que emigran, remueven los techos de sus hogares para sustraer el asbesto y venderlo para costear los pasajes hacia Colombia, el principal destino de los toenses que ansían las condiciones de vida digna que no encuentran en su isla natal.

Sandy Chacín, un conductor de la zona, dice que muchos se van persiguiendo “el sueño colombiano”. Aunque también Chile, Perú, Ecuador y Estados Unidos figuran como rutas frecuentes.

Sandy Chacin junto a su vehículo, con el que presta servicio de transporte por los distintos sectores de Isla de Toas.
La familia Espina, a pesar de las dificultades, y como muchos otros de sus pobladores, se resisten a dejar la isla.

A pesar de que habitar Isla de Toas es una lucha diaria por sobrevivir, el arraigo es profundo entre sus pobladores. Para la familia Espina, por ejemplo, irse no es una opción. “¿Qué vamos a hacer nosotros en Maracaibo o en otro país? Nosotros nos quedamos aquí, aquí aguantamos”, refiere con aplomo María Gabriela Espina, a pesar de que dos de sus hijos emigraron. 

No solo el amor a su isla le da la fuerza para resistir. Para esta madre, todo el pesar se esfuma por la mañana, cuando despierta y escucha a Angelito, su hijo menor de 12 años, decirle mamá. “Lo escucho y ya me dan ganas de seguir. Yo lucho por él”.

Para Ramón, tío de María Gabriela, la sobrevivencia misma le empuja a continuar. Mientras que Betty describe el sentimiento de toda una población: “Cuando queremos decaer, buscamos fuerzas de donde podemos. Nos caemos, pero también nos levantamos”.

 

La isla, en otrora una fuente de progreso para el Zulia 

Durante mucho tiempo, la principal fuente de ingresos de Isla de Toas ha provenido de la explotación de yacimientos minerales. La piedra caliza, fundamental para la obtención de cemento, ha sido clave para la industrialización de la región zuliana, sobre todo para su capital Maracaibo. La actividad turística, en tiempos pasados con mayor auge, ha perdido fuerza debido al abandono gubernamental que ha pasado factura a la isla.

Por muchos años, la piedra caliza extraída de Isla de Toas alimentó la fábrica de cemento más importante de la región, ubicada en el municipio San Francisco, ayudando al desarrollo de grandes construcciones en el Zulia desde los años 1950, y hasta las décadas de 1970 y 1980.
El terminal lacustre de San Rafael del Moján, donde a diario se transportan todo tipo de mercancías desde y hacia Isla de Toas.

El historiador Ángel Lombardi, exrector de la Universidad del Zulia y rector emérito de la Universidad Católica Cecilio Acosta, reconoce que la mayor importancia económica de Isla de Toas es la mina a cielo abierto de explotación de la piedra caliza, que alimentó la fábrica de cemento más importante de la región, ubicada en el municipio San Francisco, ayudando al desarrollo de grandes construcciones desde los años 1950, y hasta las décadas de 1970 y 1980.

Y aunque ha dado tanto, esta ha sido una población con muy poca atención oficial en todas las épocas, destaca Lombardi. “El abandono ha sido una característica permanente. Lo sigue siendo y ha sido agravada en los últimos años, lo cual es una lástima porque toda esa zona, desde el punto de vista turístico, tiene un potencial enorme”, asegura el historiador.

Para desarrollar su potencial, Lombardi asevera que habría que atender problemas fundamentales como el acceso al agua potable, servicios de salud y combustible, así como servicios básicos de calidad, y promover una actividad económica rentable y que pueda generar empleos, lo que a su juicio encaja perfectamente en un modelo de proyecto turístico importante. “Pero como en muchas otras regiones nuestras, en Isla de Toas ha prevalecido el abandono y la indiferencia”, comenta.

Pájaros surcan el cielo sobre Isla de Toas, mientras sus habitantes esperan por soluciones a sus necesidades más básicas tras años de abandono gubernamental.

Este es un sentimiento compartido por toenses como Eroa Flores, madre de pescadores de la zona. “Nos han olvidado tanto que yo a veces pienso que ya ni estamos en el mapa. No nos toman en cuenta para nada”, reclama con la vista puesta en una de las lanchas que flota en las brillantes aguas del Lago de Maracaibo, sin perder la esperanza de que, algún día, la isla vuelva a ser como una vez la conoció.


Este es el séptimo reportaje que comprende Rostros de la Emergencia, un seriado de crónicas, promovido por Codhez y presentado en alianza con El Pitazo, para visibilizar historias que merecen ser contadas en el contexto de la emergencia humanitaria compleja en Venezuela.

Isla de Toas, un territorio olvidado que lucha por sobrevivir

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